lunes, 4 de febrero de 2008

El niño que no quería ser Bobby Fischer

Artículo publicado en Ajedrez.com.py


EL NIÑO. Un jovencísimo Josh Waitzkin juega al ajedrez en Washington Square (Nueva York) bajo la mirada de su maestro Bruce Pandolfini


Inspiró la película 'En busca de Bobby Fischer'. Como el gran jugador estadounidense muerto recientemente, deslumbró desde pequeño. Capaz de perder un mundial juvenil por rechazar unas tablas, a los 18 años abandonó el ajedrez ahogado en la fama. A los 31, Josh Waitzkin, hoy campeón de artes marciales, recibe a Magazine en su apartamento neoyorquino. "Bobby no estaba loco, ni enloqueció por jugar, su visión del mundo era terrible", asegura.


El destino del niño prodigio asusta. Yehudi Menuhin, que a los 13 años tocaba a Bach y Beethoven con la Filarmónica de Berlín, necesitó del yoga para no suicidarse con 27. Marisol eligió ser Pepa Flores antes que aparecer "en las cenas con colgajos de oro y perfil de bisturí" (Raál del Pozo). Drew Barrymore a punto explota luego de que E.T. la nombrase hermana pequeña de América. Y a Josh Waitzkin (Nueva York, 1976), portento del ajedrez y las artes marciales, le hicieron la vida imposible. Apenas alcanzaba al tablero y ya destrozaba a profesionales. Pronto su nombre recorrió EEUU. Cada vez que comparecía, los medios afilaban sus flashes. La gente quería conocer al Mozart del ajedrez, un niño tímido que había nacido bajo un cielo de alfiles.



Incluso su padre, el escritor Fred Waitzkin, contribuyó al fenómeno. Narrando el primer campeonato nacional que conquistó Waitzkin, escribió En busca de Bobby Fischer, obvio guiño al ajedrecista estadounidense por antonomasia. La película, basada en el libro (1993), en la que el niño-actor Max Pomeranc interpreta a Josh Waitzkin, fue un bombazo y lo empeoró todo. "Odio la palabra prodigio, lo que tiene de falso", dice ahora Waitzkin, 31 años, en su casa del Village neoyorquino, la misma de su infancia, repleta de trofeos de peces espada y tiburones (una antigua pasión familiar desechada hace tiempo) y cuadros de su abuela, amiga de Pollock y el resto de la pandilla que conmocionó el arte de los 50.


A Waitzkin lo esperaban para revalidar la párpura de Fischer. Fusilaron su retrato hasta quemarlo. Inteligencia superdotada, conoció el estercolero de la fama. Había fotógrafos en cada partida, ejércitos de bolígrafos y grabadoras pendientes de cada movimiento, resueltos a construirle un aura icónica, un poema épico con retales y bisutería. Recién cumplidos los 18, Waitzkin abandonó. Rechazaba así ser el juguete ajeno. Dejó el ajedrez tras conquistar ocho campeonatos de EEUU y perder de forma increíble el campeonato mundial juvenil (tras rechazar unas tablas que le hubieran dado el título). "Perdí mi amor por el ajedrez después de la película sobre mi vida, mucho antes de la partida. El éxito de la taquilla me obligaba a ganar siempre, y yo, hasta entonces, había jugado para ganar, sí, pero también por divertirme. El ajedrez era mi vida, un problema continuo que me fascinaba. Hasta que una tarde, en Memphis, jugando con otras 40 personas, comprendí que sólo lo hacía externamente. No estaba allí. …se fue el principio del fin". Un final anunciado porque Waitzkin no hacía pie, rodeado de abogados, expertos, escritores, comentaristas y admiradores, chapoteando por culpa de la fascinación que despierta el niño deificado.

Divertido, amable y tranquilo, Waitzkin soporta la sesión fotográfica sin quejarse. Acostumbrado al rigorismo del mercado, conoce las reglas e incluso sugiere poses. Conquista por su clarividencia. "Sabes, otro de los problemas, aparte de la presión, vino al cambiar de maestro. Hasta entonces siempre estuve con Bruce Pandolfini. Pero el nuevo maestro insistió en cambiar mi estilo, justo lo que hacen los malos profesores. Quieren que su alumno sea un clon suyo, en lugar de permitirle desarrollarse, y eso me ahogó. Empecé a aburrirme. De alguna forma jugaba él por mí". Apartado Pandolfini, también famosísimo, Waitzkin contó con otros maestros, menos ortodoxos.


Durante años, de niño, aprendió de los ajedrecistas de Washington Square. Acuden a jugar por dinero. Son especialistas callejeros, sin otra formación que la picaresca ni más recursos que su inteligencia natural. Entre barandas, pillos y truhanes forjó armas y bebió de sus copas el licor volcánico de quienes perdían la reputación por una buena partida y unos billetes. "La mayoría están muertos, o en la cárcel, pero gracias a ellos soy quien soy. Otra cosa importante de aquellos días fue que en la calle ganabas o perdías, y no había tablas, así que a diferencia de otros muchachos, que venían del ajedrez en los colegios y su entorno amable, yo me convertí en un practicante fiero, tanto que me apodaron tigre". La luz de las esquinas, el zoco diario de la plaza donde los folkies tocaban las guitarras, sentados bajo el arco blanco y el edificio donde vivió Henry James, abrió los portones de un niño con algo genial y terrible, capaz de triturar a cualquiera sin despeinarse.


Tras abandonar el ajedrez, Waitzkin comenzó a practicar tai chi chuan de la mano del gran maestro William CC Chen. Cinco años después ganó el campeonato del mundo, celebrado en Taiwán. Añadan, a día de hoy, 13 campeonatos de EEUU y otro mundial. Cansado, quizá porque sólo la básqueda lo motiva, había escrito su primer libro, un venerado manual de ajedrez, y dio voz a un programa de ajedrez multimillonario en ventas (de hecho, el más vendido de la historia). En 2005, dejó el tai chi en la cumbre y probó con el jiu jitsu, arte marcial brasileño, "el más complejo de todos, con unas transiciones muy fluidas y una técnica muy depurada". Junto a Marcos Santos, uno de los especialistas más importantes del mundo, espera presentarse al campeonato del mundo, tal vez ganarlo, en 2010 o 2012. "No creas, no es tan difícil. Todos podemos ser grandes si nos lo proponemos. La cuestión, creo, o al menos es mi método, consiste en aprender unas técnicas y rutinas que me resulten accesibles, que vayan con mi carácter, y a partir de ahí, concéntricamente, desarrollar nuevos conocimientos. De esa forma todo va sedimentándose de forma natural. Modestamente, he creado mi propio método de aprendizaje, y en él entran las enseñanzas que recibí del ajedrez. En realidad, haga lo que haga, de alguna forma sigo jugando al ajedrez", asegura.


Aparte de ir al gimnasio, Waitzkin ha publicado El arte de aprender, donde resume sus experiencias. "No tengo muy claro el título. Suena a manual de autoayuda. Mi libro es todo menos eso. Qué horror los libros que aspiran a vender soluciones como si acudieras a una máquina de refrescos. Aquí hay muchos, demasiados libros de ese tipo, ofreciendo remedios caseros, estápidos, a problemas muy graves. Engañan a la gente, pero son un producto lógico de nuestra cultura, siempre pendiente del beneficio instantáneo, mágico". Waitzkin, cuya presencia constante en las televisiones y periódicos estadounidenses ya no le impide concentrarse, lee en estos días Justine, de Lawrence Durrel. Sus 31 años repletos de viajes, combates y cirugías sobre el tablero conforman parte de una personalidad poliédrica, disciplinada y amante de la inspiración.


Mientra charlamos, el padre de Waitzkin busca un tablero de ajedrez para las fotografías finales. Hace tanto que nadie juega en esta casa que tardará en encontrarlo. Está perdido en el revuelo de papelotes, revistas, volámenes y fotografías de un hogar 100% neoyorquino, muy lejos de ese Manhattan poblado de idiotas fascinados por el diseño de interiores y los zapatos de series de televisión como Sexo en Nueva York. La casa de los Waitzkin acoge la luz de esta mañana helada como el interior de un buque varado en mitad de la Nueva York más viva, la de los viejos cafés, clubes de másica, árboles centenarios y edificios agonizantes, muy cerca del garito donde Dylan Thomas bebía hasta desplomarse.




LA REALIDAD ACTUAL. A sus 31 años, Josh Waitzkin se prepara para ser campeón del mundo de jiu jitsu


Es amigo personal de Robert Pircing, octogenario autor del legendario Zen and the Art of Motorcycle Maintenance: An Inquiry into Values (Zen y el arte de reparar motocicletas...). Aquel libro, crónica de carretera e indagación filosófica, fue rechazado por 121 editoriales. Tras editarse, vendió decenas de millones de ejemplares. George Steiner comparó a su autor con Dostoievski y Proust. Como Pircing, Waitzkin encontró en la filosofía oriental un bote salvavidas. "Le envié a Pircing el manuscrito de mi libro. Desde entonces, somos amigos. A diferencia de otros filósofos, Pircing no se pierde en metafísicas inátiles ni habla sólo para la secta. Le interesa la gente, y cree que la filosofía sólo tiene sentido si cuestiona el mundo y aborda problemas cotidianos, sociales, políticos incluso, lejos del aburridísimo ombliguismo en el que vive recluida por sus guardianes".


A lo oriental llegó gracias a Kerouac, novelista de extremos que algunos exquisitos desprecian por visceral. "Los vagabundos del Dharma me marcó profundamente. Y también En el camino, claro". Hay que escuchar a Waitzkin hablar sobre Kerouac y el resto de hombres de la Beat generation. Como ellos, ha rechazado los códigos establecidos y el brillo falso de los autógrafos. Tampoco comulga con el sistema que rige la educación en su país. "Es que fomentan una competitividad salvaje. No rechazo competir, hasta cierto punto es saludable, incluso necesario. Es más, desconfía de aquellos que nunca compiten y desprecian la competición. En el fondo lo hacen para salvaguardar su ego, no porque carezcan de él. De todas formas, mi relación con la competición ha cambiado. Al principio, mientras jugué al ajedrez, era clave. Luego me fui relajando. Competir es bueno, pero si forzamos demasiado la máquina logramos que los chicos terminen acomplejados y transformamos la enseñanza en una trinchera".


Filosofía de vida. A partir de sus propias lecciones en el tablero, Waitzkin llegó a la clave de su teoría. "La idea del inconsciente estuvo siempre ahí, no es algo místico ni freudiano, sino metódico. Debes apropiarte de los elementos que consideras más adecuados a ti y tomar impulso desde ahí". Esa noción saludable del individuo, que crece alimentándose de sus condiciones, sumada a la facilidad para transformar anécdotas en notas a pie de página que conducen a un nudo central que resolver, hacen de Waitzkin mucho más que un jugador o atleta superdotado.


Rodeado de clásicos, entre la biblioteca y el recuerdo de madrugadas consumidas entre peones, sorprende con nociones que beben de la tradición y hacen de eje intelectual en su biografía. Nada que los partidarios del apredizaje individualizado no hubieran formulado antes; novedoso y estimulante, en cualquier caso, viniendo de alguien que podía dedicar su tiempo a solazarse en viejas hazañas; más todavía: sintomático en un deportista de elite que hizo de su cerebro herramienta principal de trabajo. "El gran problema del sistema educativo, y yo lo vivía con aquel profesor de ajedrez que sustituyó a Pandolfini, es que intenten ahormarte a un modelo predeterminado, en lugar de indagar en tus necesidades", asegura.


Y añade: "Intento que mi vida se defina, más que por los momentos felices, por los bajos, por las pérdidas, que son, sin duda, aquellos instantes de los que más podemos aprender. Te daré un ejemplo. Necesité años para enfrentarme a la partida que perdí con 18 años, la que hubiera ganado si no hubiera rechazado las tablas. Estudiándola, descubrí que entré yo mismo en la trampa de mi oponente. Lancé un ataque demasiado obvio. De haberme movido con menos violencia, y eso que mi posición era inmejorable, habría ganado, seguro. Me perdió la agrevisidad. La noción de que la violencia, incluso durante un combate, no es tu mejor aliada, la tengo ahora muy presente. Es clave saberlo cuando practicas artes marciales, por ejemplo, porque en ellas basas tu poderío más en el análisis del contrario, en el encaje de los golpes y la respuesta que des, que en el ataque".


Ajedrecista jubilado con una leyenda sólo superada en EEUU por Bobby Fischer, Waitzkin había esquivado a tiempo el tormento que liquidó al hombre que en los 70 derrotó a la Unión Soviética y sacó muy poco de su gesta. Mientras que Fischer fue fagocitado por su locura, Waitzkin buscó en otros pastos e hizo de las artes marciales un bálsamo con el que dialogar. Murió para el ajedrez por la presión combinada de un periodismo ávido y unos profesores ciegos de vanidad. Recorrió el mundo para curar el sarampión del fracaso, el pildorazo del miedo, la angustia de fallar ante el modelo previamente construido de niño destinado a la gloria. Mandó al carajo a los patrocinadores. Estudió. Gracias a la actividad física añadió nuevos estímulos a una mente en perpetuo cambio. Peregrino y guerrero, escritor dotado, cazador del cerebro y sus fuegos, Waitzkin resuelve teoremas matemáticos para ejercitarse. Ha transformado el ring en un problema geométrico y vive a tope la resurrección de quien le hizo un corte de mangas al guión preestablecido por los especialistas en exprimir portentos.


Su reacción tras la muerte de Bobby Fischer

Tengo sentimientos encontrados hacia Bobby Fischer", comenta Waitzkin por teléfono a los tres días de fallecer el mito. "Durante el fin de semana he recibido cientos de correos. Todos preguntan por Fischer. No respondí ninguno. Tengo muy claro que fue un artista, un revolucionario. El ajedrez en EEUU sería irreconocible sin su genio. Pero culpar al ajedrez, decir que estaba loco, o que fue el ajedrez el que lo enloqueció, resulta demasiado fácil. Su visión del mundo era terrible. Durante mi infancia fue una persona muy importante para mí, pero después seguimos caminos distintos. Amo a la gente, procuro involucrarme en los problemas de la comunidad, y eso nos diferencia. Tuvo sus opciones y vivió de espaldas al mundo". A propósito de los símiles, Josh traza una línea roja, el compromiso. "Los campeones tienen una gran responsabilidad social. Son un modelo para los niños y los jóvenes. Aceptaron estar en el centro del escenario. Deben ser vigilantes. ¿Sabes?, no quiero hablar mal de alguien que acaba de morir", remata antes de despedirse.

Por JULIO VALDEÓN BLANCO en Mundo.es
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